Las ciudades sintetizan la experiencia humana, y la multiplican sin mezquindad. En su aire se respira todo lo que el hombre tiene de bueno y todo lo que el hombre tiene de malo. Las creencias, las costumbres, las modas, los prejuicios, los valores, las patologías y las virtudes de cada región y de cada época, dejan su huella en sus aceras, amplificadas por las millones de almas que salen todos los días a ganarse el pan y a vivir la vida, sea lo que esto signifique para cada quien.
Las ciudades reproducen la cultura global, dándole su propio sello. Hiphop, street art, veganism, tai chi, world music… todo cuanto aparece en el horizonte de cada época encuentra su interpretación en cada ciudad del globo. A su tiempo y a su manera. Son la vitrina del espíritu de los tiempos. Todo aquello de lo que nos podemos enorgullecer y todo aquello de lo que nos debemos avergonzar, como sociedad, se muestra en ellas en toda su plenitud.
Enorgullecer y avergonzar, dos verbos que, cuando hablamos de la ciudad, se deben conjugar en la primera persona del plural, porque a las ciudades las hacemos todos, en cada acción cotidiana, en cada ocasión que salimos a su encuentro.
Las ciudades las vemos desde adentro y, al hacerlo, proyectamos lo que ella produce en nosotros. Las alimentamos y nos alimentan espiritualmente. Las alteramos y nos alteran. Es por eso que son parte sustancial de nuestros afectos. Más aún, son parte de nuestra vida. Ese mapa íntimo de nuestros afectos está dibujado con unas coordenadas donde se cruzan instantes de nuestra historia personal con espacios de nuestras calles.
Todo cuanto se piensa se convierte en realidad. En realidad posible, al menos. Por eso, toda buena y toda mala opinión que tengamos de la ciudad que habitamos se vuelve, de alguna forma, parte de ella. Toda proyección de nuestro interior impacta sobre ella. Toda buena y toda mala acción queda rebotando entre sus calles, contagiando a un prójimo desconocido pero ineludiblemente cercano. En la ciudad, el sentido etimológico de la palabra prójimo (cercano, vecino, semejante) adquiere una dimensión forzosamente tangible.
Por eso, todo cuanto pensamos y hacemos, no solo afecta a la ciudad, sino que también afecta a cientos, a miles de prójimos sin rostro que tendrán una vida mejor o peor gracias a nuestras propias acciones. Somos parte del Otro, lo queramos o no. Vivir en ciudad supone una gran responsabilidad y entraña un gran compromiso.
Y he ahí la importancia para nuestras vidas de esa ciudad que, engañosamente, creemos que está afuera de nuestra casa pero que es, esencialmente, la parte más extensa de ella. Forma parte de nuestras vidas y hasta nuestros pensamientos la constituyen. La parte invisible de ella está hecha de nuestros anhelos, frustraciones, terrores y sueños. Sus imaginarios, sus visiones míticas, sus leyendas y certezas, nacidas de forma inadvertida e imprecisa, la construimos todos en cuanto las afirmamos como parte de nuestra identidad.
Ocarina Castillo recordó al urbanista italiano Corrado Beguinot, quien señalaba que toda ciudad está compuesta de tres ciudades: la de piedra, la de las relaciones, y la simbólica, “la ciudad que cada uno de sus habitantes y/o ciudadanos guarda en sus pensamientos y afectos, a través del arte, los mitos, las tradiciones y los imaginarios”.
Todo lo que hoy es, vivió antes en la mente de alguien.
Y como la ciudad es una casa común, es obvio que cuanto hacemos afecta la vida de todos, en una incesante interacción que puede producir círculos virtuosos o viciosos. De nosotros, de cada uno de nosotros, también dependerá la calidad de vida que tenga nuestra ciudad. Con nosotros adentro.
A eso valdría acotársele que como, de cualquier forma, la gestión pública es llevada a cabo por individuos, por personas que crecieron en esas ciudades, la sensibilidad sobre la visión que tengan acerca de ella también los afecta y los moldea, junto a la visión común que podamos desarrollar acerca de la ciudad que habitamos (o, más precisamente, la ciudad que nos habita).
Es por eso que todo esfuerzo por entendernos con ella, que todo cuanto digamos de ella, nunca será en vano. Esas razones son suficientemente poderosas para celebrar este libro, las reuniones que lo alimentaron y la organización que las hizo posible: una Sampablera por Caracas. Y es por eso que cuando Nelson y Daniela me encargaron su prólogo, no pude sino aceptar. Caracas está muy presente en mí porque es un tema infinito, sí, pero también porque, efectivamente, me hace y la hago con cada línea. Desde Caracas se produce mi obra. En Caracas dialogo con mi creación. Caminando por sus calles vislumbro mi visión del entorno. Desde ellas atisbo el mundo. Le devuelvo lo que me da, lo que me hace corresponsable de lo bueno y de lo malo que contiene.
Por eso subrayo la importancia de este volumen: Lo cortés no quita lo valiente, que lleva como subtítulo “La urbanidad de Caracas en tiempos de jolgorio privado y deterioro público”, ya que es el fruto de unos enriquecedores encuentros destinados a pensar la ciudad. En sus páginas se recoge una serie de conferencias organizadas por esta maravillosa gente en diversos lugares de Caracas, tanto recintos cerrados, como las librerías Kalathos y Lugar Común, como espacios abiertos (el Bulevar de Sabana Grande y la plaza Bolívar de Petare, por nombrar algunos). En sus páginas confluyen visiones, opiniones y apuntes de ciudadanos dedicados a muy diversos oficios: historia, arquitectura, sociología, urbanismo, periodismo, filosofía, ingeniería, antropología, poesía y gestión cultural, con propuestas y percepciones contagiadas no sólo por su formación académica sino por sus vivencias personales, las cuales confluyen en ciertas certezas, como que la ciudad es la casa, y que de su destino depende nuestra calidad de vida. Se trata de ciudadanos preocupados por ese destino común, ejerciendo, más que el derecho, el deber de proyectar su sentido de la vida a la casa grande que compartimos con millones de personas que piensan distinto.
Pensar, en general, en tiempos de tanto ruido, no es una tarea fácil. Pero, aún bajo las peores circunstancias, debemos trabajar por mitigar ese ruido y crear espacios de silencio y diálogo, como bien lo señala Fedosy Santaella. Pensar la ciudad, ejercer la ciudadanía, son necesidades inherentes a toda preocupación por un destino común. Pero, ¿ejercemos realmente esa ciudadanía? ¿Entendemos la importancia de nuestro aporte en esa construcción permanente que es la ciudad? ¿Estamos preparados para ofrecerlos? Esos temas se deslizan en estas cavilaciones de la mano de firmas que son un lujo ver reunidas, y que convierten al presente volumen en una valiosa plaza pública que estimula ese sano y necesario ejercicio de la ciudadanía.
Este libro se puede leer como una larga y fructífera conversación. Sus lúcidas páginas proponen una reflexión sobre temas capitales acerca de la ciudad: espacios comunes, la existencia del otro, políticas públicas en cuanto al tránsito automotor, son sólo algunos de ellos.
Y si bien pensar la ciudad no es cosa fácil, pensar la nuestra es una tarea ardua, debido a las características que dieron origen a nuestra corta historia republicana. Por eso uno de los puntos de partida fue la pertinencia (o no) del Manual de Carreño en la construcción de ese acuerdo común que nos ha resultado tan esquivo y difícil de instrumentar, dado nuestro apego a la viveza, al egoísmo, al consumismo sin control y a la ausencia de sentido de porvenir. El benigno clima, el sentido épico de la vida y el petróleo, lo dije una vez, no han ayudado mucho a superar esas taras y modelar una ciudadanía que nos despierte de nuestra ya larga adolescencia.
Una sociedad que nació luego de las guerras de independencia de principios del siglo antepasado, las cuales, como toda guerra, arrasaron con la economía, la productividad, la convivencia, las leyes y el capital humano, dejando un nulo espacio para el respeto al otro y la convivencia pacífica. Desde allí, a lo largo de estos doscientos años de nuestra historia, lo que ha florecido es el medalaganismo, un enorme apego a improvisar y un temerario e irreflexivo desprecio por la opinión ajena. Señala Tomás Straka, en el texto inaugural del presente volumen, que las guerras de independencia fueron tan cruentas que arrasaron con las élites criollas y urbanas de la sociedad colonial, las cuales se vieron obligadas a pactar con los caudillos que eran capaces de someterlos, explicando cómo esa circunstancia trajo nuevas dinámicas de poder, en las que “la fuerza sustituye a la deliberación, y el valor a la virtud”.
Esa nula capacidad de comunicarnos, de entendernos, hace imposible la construcción sólida de un “nosotros” plural, lo que nos ha llevado a vivir incomunicados con un entorno, al que culpamos de todos nuestros males, y del cual nunca nos sentimos responsables. “En la medida en que hemos ido naturalizando la cultura del atropello, del avasallamiento, el otro se deshumaniza, se convierte en un objeto inerme que no se parece a mí. Por tanto, más que la normativa y su cumplimiento, lo que debemos retomar es la capacidad de volver a conectarnos con el otro como aliado y no como enemigo, renunciando a la idea de que el otro es pulverizable”, señala Cecilia Rodríguez.
El “otro” es parte del “yo”, y mientras no lo entendamos así difícilmente construiremos un “nosotros” exitoso, necesario en la edificación de pactos que nos sostengan como colectivo. Cuenta Héctor Anibal Caldera que hace unos años vinieron al país unos finlandeses y, cuando vieron Petare preguntaron asombrados “¿Cómo hacen ustedes para vivir donde viven y no hacer algo por su hermano que vive allí?
A esa visión se adscribe Enrique Larrañaga, agregando que “la civilidad es una calle de doble vía: todo lo que reclamamos nos puede y debe ser reclamado”. Cheo Carvajal lo reitera, asomando que uno de los elementos que estropean la posibilidad de pensar en lo público es, precisamente, esa autoexclusión de dicho ámbito, alimentada por “una excesiva valoración del paradigma del éxito personal”. En tal sentido, María Estela Manguia cree oportuno recordar que, para los griegos, la ciudad no es únicamente el centro político, económico, religioso y cultural, sino un ideal de vida, la forma más perfecta de sociedad civil. En ella se integran de forma armónica los intereses del individuo con el Estado, gracias a la ley, y con la comunidad, mediante la participación del ciudadano en los asuntos públicos”.
Esta idea es reforzada por Tulio Hernández, cuando señala que el espacio público es el espacio de la democracia, porque nos encontramos con los extraños, con los otros, con quienes no tenemos relaciones familiares ni laborales jerárquicas, sino que son relaciones en condiciones de iguales con personas que no conocemos, pero con las que debemos convivir.
Siempre he pensado que los caraqueños, quizá por una solapada vergüenza aldeana, queremos encontrar la ciudad en un falso sentido de modernidad, restándole importancia a lo que tiene de hermosa, que es su clima y su verde. Elisa Silva ofrece unos números interesantes que apuntalan esa percepción. En Caracas, por ejemplo, conviven 70 especies de aves, “una de las más altas diversidades registradas en una ciudad”, pero los 3.5 millones de caraqueños gozamos apenas de 4.0 km2 de espacio público. Esto representa un indicador de espacio público de 1.15 m2 por habitante, “uno de los indicadores más bajos entre las capitales de países latinoamericanos”.
Pero nuestro norte, país petrolero al fin, sigue siendo el vehículo. “Si construimos más vías y no controlamos el crecimiento automotor, la congestión seguirá siendo un signo de nuestra cotidianidad, además de una gran fuente de inequidad, pues la mayor parte de los vehículos que dominan casi el 80% de la vialidad son particulares y su ocupación es de 1,2 a 1,5 personas por vehículo (no solo en Venezuela sino en el mundo entero)”, señala, con lapidaria certeza, Celia Herrera.
Notas, datos estadísticos, acotaciones, refutaciones, argumentos, ideas, poemas, imágenes, percepciones… si algo tienen estas páginas es contribuciones en pro de la Caracas posible. Voces de la sensatez. Su pertinencia hace que este volumen se convierta en una lectura indispensable cuando se trate de construir entre todos una ciudad para todos. Y si así como se dijo que cuanto hoy es, vivió antes en la mente de alguien, también se vale decir que todo lo que será algún día también nació antes en la mente de alguien. En ese sentido, en estas líneas hay suficientes motivos para tener esperanza en la Caracas que algún día tendremos.
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