El «Tema», de Lucas García (prólogo)

No se puede hablar de Derechos Humanos, de violencia, de autoritarismo y de arbitrariedad desde afuera. No en Venezuela. Todo el que vive o ha vivido dentro de su territorio ha padecido el abuso de autoridad, la violencia del poder, la ausencia de Estado de Derecho, en cualquiera de sus manifestaciones. Nadie que escriba de la brutalidad de la vida cotidiana en Venezuela lo puede hacer desde la observación aséptica. Todo el que la narra lo hace desde adentro. Desde lo sentido y padecido. Por eso, en Venezuela, todo registro del desmantelamiento institucional del Estado es, de alguna manera, un testimonio. El que escribe sobre las actuaciones del FAES en los barrios caraqueños ha conocido la represión de las protestas o la matraca de las alcabalas. El que escribe sobre abuso de poder de los comisarios vecinales, ha debido “ceder el paso” a la caravana de escoltas motorizados de una camioneta blindada que no está dispuesta a desplazarse por la autopista esperando su turno.

El Tema, como sintetiza Lucas García París el fenómeno, nos atraviesa. Está en la estructura de una sociedad autoritaria que, por decir algo inocente pero revelador, tiene dificultades para manejarse con el disenso, con la opinión adversa. Esa propensión contribuye a que el Tema se normalice. Y ha estado tan presente entre nosotros que tuvimos que verlo desbordarse y carcomerlo todo para que notáramos su presencia.

 

Contar parece fácil, pero es una operación compleja. Contar desde ese artificio que es el texto literario, pasa por hacer visible aquello que, de tanto que está entre nosotros, se ha vuelto parte del paisaje cotidiano. Detectar esos detalles que lo muestran y saber convertirlos en imágenes elocuentes, reveladoras. Contar, entonces, pasa por escoger lo significativo de la realidad que se cuenta. Y contar en imágenes supone, además, un complejo ejercicio de concisión y síntesis en cada representación gráfica de la realidad que se muestra.

Y es lo que hace Lucas García París en El Tema. No solo nos cuenta, desde la primera persona, desde el testimonio directo, desde su condición de víctima aleatoria de una violencia vista como una forma natural de ejercer el poder; sino que además lo hace con pasajes concisos y elocuentes extraídos de la memoria retrospectiva del que sabe que el monstruo siempre ha estado ahí, y para demostrar que ahora solo está desbordado se va hasta las raíces para hacernos acompañarlo en un recorrido por algo que toma todos los rincones y adopta todas las formas posibles.

Por eso es “el tema”. Está ahí aunque no lo veas. Corres el riesgo de alimentarlo aunque creas combatirlo. Se agazapa en nuestras conversaciones, en nuestras actuaciones, en la presencia que nos amenaza permanentemente. El Tema ocupa todos los órdenes de la vida y se dedica a su razón de ser: amedrentar, coaccionar, someter. Son todas las formas que tiene el poder para sobrevivir a costa de la vida ajena. Como los vampiros. O los virus.

Es una anatomía (pero no desde el estudio sistemático, sino desde el ejercicio de la memoria) de cómo se ha ido pulverizando ese gran logro de la inteligencia humana que nos separó de la selva: el respeto a los Derechos Humanos. O, como dice el autor: Es de esas cosas de las que te acuerdas cuando te las quitan.

 

No se puede entender la vida en Venezuela sin recurrir a las historias personales. Los esquivos números, las posiciones partidistas, la estridencia de las redes, la censura y la autocensura, la rabia, el descomedimiento de gente desesperada que al fin agarró el micrófono, el cinismo del poder que sabe hacer uso del suyo, todo eso produce un aturdimiento que logra el cometido previsto: que no haya una verdad libre de sospecha. Ante ese panorama, el testimonio desnudo de quien habla sobre lo que ha vivido y lo que siente, sin deseo de convencer pero con esperanza de conmover, es el único acercamiento, aunque parcial, fragmentario, que nos permitirá alguna forma de comprensión de una realidad tan compleja. Al menos, de la voz que, para no extraviarse en el barullo, asienta su paso atravesando la selva oscura.

Eso es lo que ofrece El Tema: el testimonio de un autor que, por todo recurso persuasivo apenas se atreve a decir: así lo viví, así lo interpreté, así lo sentí.

Es un viaje aleatorio y personal a las entrañas del mecanismo que alimenta la violencia del Estado. Una cronología arbitraria de cómo fue creciendo el monstruo desde lo único que puede ofrecer el autor: su mirada y su memoria. Ese monstruo que, como los virus, tiene capacidad de contagiar, adaptarse, mutar y seguir creciendo hasta que no quede espacio de vida que no haya colonizado. Hasta hacerse normal. Esto es: volverse norma.

El Tema es un libro imprescindible para entender, en unas pocas anécdotas, cómo hemos llegado al punto en que nos encontramos.

Fundando el nuevo hogar (prólogo)

La construcción del sentido de identidad del venezolano tiene un importante ingrediente relacionado con dos puntos de inflexión de nuestra historia contemporánea. Los años 40 y 50 del siglo pasado, por una parte; y lo que va del presente siglo, por la otra. En el primero, se dio inicio a un largo proceso de inmigración, que duraría buena parte del siglo pasado y traería a nuestras costas cientos de miles de ciudadanos venidos del otro lado del atlántico, que buscaban en estos parajes una tierra de oportunidades, un lugar para volver a comenzar, ofreciendo un importante aporte al permanente mestizaje de esta tierra con 6.000 kilómetros de costa. El otro extremo de la historia cuenta la partida del hogar de uno de cada cuatro venezolanos en busca de un horizonte que se les hacía esquivo en su propia tierra.

Aquella primera ola de migrantes fue sucedida por otras, de ciudadanos de diversas nacionalidades, que encontraron en Venezuela una oportunidad de dar con su lugar en el mundo. Son los venezolanos de este siglo los que, en masa, buscan ese lugar en los más diversos rincones del orbe.

Esta recopilación de historias muestra algunas de esas que encontraron, tras diversas circunstancias y caminos, ese lugar donde permitirse los sueños que les fueron negados en su país.

 

La migración es un proceso fascinante. Eso de dejar atrás el mundo conocido para adentrarse en una aventura hacia lo desconocido, hacia algo ajeno que hay que volver propio, es el símil perfecto de la vida como proceso de autodescubrimiento. Los diversos momentos de ese proceso, complejo y no pocas veces dolorosos, han sido protagonizados por millones de nuestros compatriotas. Y no solo las historias de partida. El regreso y la vuelta temporal al hogar luego de muchos años fuera forman parte de esa experiencia colectiva que estamos experimentando como nación, sea como protagonistas, sea como testigos, completando el mosaico de miradas sobre la propia tierra: la del que se despide sin saber cuándo la volverá a ver y la del que regresa encontrando en ella un lugar tan entrañable como distinto. E incluso la mirada de aquellos hijos de los que encontraron aquí un hogar, que partieron a la tierra de origen de sus padres, tratando de encontrar un nuevo hogar.

Es por eso que no se puede hablar de Venezuela, del venezolano, de nuestra identidad o de un relato que nos reúna, sin hablar de un tema tan importante como lo es la migración.

 

Esta colección recoge historias de venezolanos que, por las razones que sea y las motivaciones que los condujeron a ello, encontraron un lugar al que llegar en una tierra ajena.

Una pareja de periodistas, en los años más duros de la represión, deciden hacerse migrantes erráticos y consiguen su hogar en donde estén juntos. Un joven abogado consigue trabajo en su área dada su venezolana habilidad de conversar con franqueza. Una cronista de viaje que se descubre dónde está ese algo que necesita para completar su sentido de la felicidad. Un joven político que hizo carrera en la tierra de sus ancestros portugueses. Un joven escritor que tropezó en las calles de Montevideo a esos amigos que debió encontrar dos meses antes, y le cuentan una hermosa historia de amor. Esas son algunas de las quince historias que se podrán encontrar en estas páginas. Historias de resiliencia, de capacidad de reinventarse, de asumir riesgos, de lidiar con la nostalgia, de esperanza y de crecimiento. Historias de vidas, de valor y de horizontes que se ensanchan.

Historias que ellos contarán a sus hijos. Y estos a los hijos de sus hijos.

Para seleccionar esta muestra se usó como parámetro reunir historias de migrantes que, sean cuales sean las razones por las que se fueron, lograron establecer un nuevo hogar. Es decir, en algún sentido son historias de migraciones logradas. Las razones, las vicisitudes, los dilemas de cada una varían con cada circunstancia, pero se trata de migraciones asumidas, con todo lo que eso supone. También se intentó abarcar tanto historias testimoniales como historias contadas por terceros, así como abarcar la mayor experiencia posible en función de las latitudes de destino. De esta manera, se recogen experiencias migrantes de venezolanos en diversos países de América y Europa, acompañándolos en sus caminos hasta el lugar al que los llevó el destino, en Chile, Argentina, Colombia, Ecuador, Uruguay, Hungría, Portugal, Estados Unidos y varias ciudades españolas, como Madrid, Valencia y Barcelona.

Nuestros migrantes llevan consigo el imaginario en el que crecieron. Ese, que ya venía mestizado con una voluminosa inmigración, tanto de varios países de Europa, como de los vecinos del continente, entre los más numerosos. Todo eso aportó a nuestra idiosincrasia características en las que sentimos lo venezolano, como hacer de la paella y la tortilla de papas algo peculiarmente común entre nosotros, o tener nuestra propia versión del arroz chino. De esa misma manera, esos venezolanos que extienden nuestro imaginario al resto del mundo, llevan la arepa, el tequeño y la hallaca allá donde estén, mezclando con los propios de sus destinos, sus modismos, sus claves sociales y su modo de entender la vida.

Esto es lo que se propone este volumen: ofrecer una muestra de esas historias que comienzan a germinar en territorios desconocidos, otra forma de ser venezolano.

Lean sus historias, acompáñenlos en su camino y compártanlas con otros.

La poesía incómoda de Rafael Cadenas estuvo por Granada

Foto: Lennis Rojas

El 13 de octubre de 2015 se dio a conocer la noticia de que el poeta venezolano Rafael Cadenas había obtenido la duodécima edición del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, como un reconocimiento al conjunto de su obra. Carlos Pardo, poeta y representante de la Fundación García Lorca, resaltó en nombre del jurado el valor de una obra «siempre lúcida, deliberadamente marginal y muy callada», agregando que es «muy arriesgada e incómoda con cualquier manifestación totalitaria del poder».

Pardo puntualizó que la poesía latinoamericana y española de los últimos sesenta años «no puede entenderse» sin la obra de Cadenas, a la cual se le debe «algunos de los momentos más importantes de la antipoesía de los años cincuenta». Este premio, al que concurrieron 43 autores de 18 nacionalidades, y que ha sido concedido a figuras de la trayectoria de Rafael Guillén, José Manuel Caballero Bonald, Tomás Segovia, Blanca Varela y José Emilio Pacheco, tiene una dotación de 30.000 euros.

Desde ese entonces, Venezuela celebra una vez más, no sólo una de las voces más sólidas de la literatura en lengua española, sino también una de las voces más lúcidas de cuantas nos quedan, tan imprescindibles en estos momentos borrascosos que vivimos. Los más oscuros de la Venezuela contemporánea. Una voz con el suficiente prestigio para, hablando desde la serenidad y la humana duda, obligarnos a callar y a prestarle atención.

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El silencio revela visiones. El que vive hablando tiene poco tiempo para observar. Cadenas camina por las calles de Caracas con paso ingrávido. Con su chaqueta y su maletín al hombro. Con su mirada viva y silenciosa, como el que mira con avidez por una rendija. Hablando consigo mismo. Sus pasos lo llevan a trazar rutas caprichosas. Se deja ver por Noctua, o por Templo interno, a  curucutear libros en silencio. Preferiblemente de ensayos o de poesía. Conversa algo brevemente, y sigue su camino. Que es como decir, sigue dialogando con su silencio, deshilvanando la ciudad violenta y tosca que lo cerca. Luego podemos verlo en El Buscón, buscando en silencio algún tesoro.

Pequeños privilegios para quienes hemos tenido que padecer días tan oscuros.

“Me sería muy difícil escribir algo que no esté cerca del habla, algo que no pueda también decir sin rubor. Es absurdo empeñarse en seguir escribiendo poemas `poéticos´, literatura `literaria´”, señala en sus Anotaciones, este poeta que, en efecto, logra mostrar el mundo que observa y medita con un lenguaje tan luminoso y sencillo que atraviesa los ardides con los que el poder pretende hacernos desconfiar hasta de lo que vemos y sentimos.

Y decir con serenidad y firmeza lo que piensa ha sido siempre una constante en Cadenas. Durante la rueda de prensa posterior a recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, en 2009, señaló que: “adherirse a un partido no me parece aconsejable para el intelectual. Creo que el intelectual debe tener suficiente libertad para ejercer su oficio, que es el de la crítica”.

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Y este hombre que ha dedicado su vida a algo tan “sagradamente inútil” como la poesía, fue sin aspavientos, el pasado 19 de mayo, a la ciudad de Granada, a recibir el Premio Federico García Lorca, cuyo acto se llevó a cabo por primera vez en el Centro Lorca de Granada, en el marco del Festival Internacional de Poesía de esa ciudad.

“Este premio es un inmenso honor del que no he podido recuperarme. No se me malentienda: es que me ha conmovido sobremanera. Debo decir gracias. Una vez más tengo que usar esta palabra incansable”, señaló el poeta frente un auditorio embelesado ante la sencillez de sus palabras, agregando que “el premio significa mucho para mí, para los poetas venezolanos y para mi país, que está sufriendo más de lo soportable a causa de una crisis total de la que es responsable el actual régimen. Pero no voy adentrarme en esto, por lo demás muy sabido aquí. Ya habrá otra ocasión para hacerlo. Hoy es la poesía la que nos convoca con toda la gravitación, la sencillez y la generosidad de Granada”, recordando, además, durante su discurso, unas palabras que se han convertido en la prédica de una obra de contemplación y de humildad ante la belleza: «En realidad, no sabemos lo que es la poesía, pero la reconocemos cuando aparece, sea en el vivir, sea como escritura. Por eso se desliza en todos los terrenos y en todos los géneros. A veces, paradójicamente, no está en el poema.»

Dos semanas después estuvo en Casa América, en Madrid, para participar en un homenaje que se realizó a su obra y a presentar su más reciente libro: En torno a Basho y otros asuntos (Pre-Textos), acto que contó con la moderación de la ensayista venezolana Marina Gasparini Lagrange. En el homenaje participaron los poetas españoles Jordi Doce, Álvaro Valverde y Manuel Rico, así como el narrador venezolano Antonio López Ortega, quienes reflexionaron sobre diversos aspectos de la obra del poeta venezolano.

«El premio Federico García Lorca me honra tanto que ya no sé qué decir. Sólo quisiera ser digno de su memoria», señaló Cadenas apenas presentarse al podio. Luego volvió a leer las palabras de aceptación del Premio Lorca, en donde se paseó por algunas de sus lecturas y sus recuerdos de la Residencias Estudiantiles de Madrid. Luego leyó algunos poemas.

“Vivo. ¿A quién debo este honor? Mi alma vacila. Dante me acompaña a través de la noche soviética. Yo vago entre las ruinas de la Hélade. No puedo huir. Esconde los poemas, Nadezda. Apúrate. Cómo pudiste, César, destruir nuestra vivacidad. He abandonado toda esperanza a la entrada del campo. El único que habla ruso no podía olvidar. Un Dios perdona. Un semidios no. Los gritos se pierden en la vastedad de mi país», leyó en homenaje al poeta ruso Ósip Mandelshtam.

El de Cadenas es un tono reflexivo, ajeno a la prisa. Del que no habla demás. Ya basta su tono sosegado para que el oyente lo reciba como quien se prepara para una revelación. Como todo el que no usa el lenguaje de forma frívola. Poemas que se asombran, que agradecen, que respiran en silencio, viendo flotar la vida en torno.

“En la mañana me recibe una franja de sol sobre el piso del apartamento. Sentados a la mesa olvidan el árbol pero él no deja de estar ahí. Sombras veloces de pájaros dan vueltas en la acera y solo un transeúnte las ve. Sigilosamente ha entrado el árbol por el balcón al apartamento.”

Solo la voz despejada del que no encuentro sentido en discutir, solo el trabajo consecuente de un poeta que ha decidido habitar en el terreno de la humildad, solo un hombre que tiene por costumbre no hablar más de lo necesario, tiene el suficiente aplomo y autoridad para deplorar los abusos y atropellos de tiranías que, arropándose en el manto de la izquierda, han encontrado en la intelectualidad occidental palabras benévolas y descarados matices. Y ese hombre sereno que parecía sopesar cada palabra que recitaba, como si fuese un catador ante una prueba, es Rafael Cadenas.

Por tanto no fueron pocos los poemas que leyó sobre la situación del país. Y no se trataba de poemas militantes. No se trataba literatura comprometida. No en el sentido del compromiso a un dogma. Eran poemas a favor de la vida. Pinceladas tristes que le ponen voces a los acallados a la fuerza:

«Enemigo: La sangrante palabra enemigo toca puertas en son de guerra», leyó en un breve texto. O un haikú que señala: “Días del falaz relato / gritado por bocas enseñoreadas / Tan vacías que solo el poder las llena.”

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“No pertenezco al linaje de aquellos cuyo pensamiento se mantiene casi invariable durante toda su vida. Camino dejándome”, señaló Cadenas en una de sus Anotaciones. Y dejándose fue haciendo su camino aquel joven nacido en Barquisimeto, en 1930, que publicó sus Cantos iniciales en una imprenta local, en 1946, en su ciudad natal, texto que fue prologado por su coetáneo y paisano, Salvador Garmendia. Años después se involucraría en política y participaría en las huelgas contra Pérez Jiménez. Eso lo llevó, junto a otros 12 compañeros, a conocer la Cárcel del Obispo y la Cárcel Modelo. Un día, unos agentes de la Seguridad Nacional lo trasladaron al aeropuerto y lo montaron en un avión a Trinidad. De esa manera conoció también el exilio. Y al Partido Comunista por dentro, donde militó por un breve tiempo. El tiempo suficiente para desencantarse y entender que “lo que pensábamos del comunismo era una mentira”.

A su regreso de Trinidad, escribe y publica en Caracas Una isla (1958) y Los cuadernos del destierro (1960). De esa época, finales de los años cincuenta, principios de los sesenta, queda como testimonio el que quizá sea su poema más conocido: Derrota.

“Yo que no he tenido nunca un oficio…”

Ese poema se convertiría en un texto representativo de una generación, ubicándose a contracorriente de ese sentido épico que con una sospechosa grandilocuencia con tufo a prisa, a falta de carácter, a ausencia de reflexión, el venezolano dibuja su historia.

A aquellos poemarios le seguirían Falsas maniobras (1966), Intemperie (1977), Amantes (1983), Dichos (1992) y Gestiones (1992), títulos todos que evocan una musicalidad de obra clásica de la lengua, de bibliografía fundamental.

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Y en esta realidad atolondrada, testosteronizada, de poder sordo, de verdades ciegas y de hombres y mujeres enmudecidos por el dolor, realidad de bala y motos y crímenes impunes y manos que mueven hilos e indolencia y desesperanza, el poeta desliza una sentencia que nos recuerda su sutil pero imprescindible rol en este caos. “Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro, ajeno al poder: ser contraste.”

Y así, con la sencillez que estuvo en Granada y en Madrid, volverá a andar por nuestras calles, recogiendo el mundo en torno, dándole forma y correspondencia con las palabras, sopesándolas y tratándolas con la reverencia que se merecen, como corresponde al que conoce el poder que tienen. Volverá a sus afanes, con humildad y timidez.

A hacer poesía, escrita o vivida.