Estos últimos años el mercado venezolano se ha visto inundado de primeras novelas de autores del patio. Para los que dan importancia al asunto del género, vale destacar que de esa fértil cosecha un porcentaje importante corresponde a voces femeninas, las cuales darán suficiente trabajo a los estudiosos que revisan periódicamente la producción literaria nacional, debido a que la cómoda etiqueta novela femenina venezolana ofrecerá cada vez más dificultad a la hora de encerrarla en unas pocas características.
Adriana Villanueva es una de estas noveles autoras. Con un nada desdeñable espacio en la prensa sabatina, comparte con sus lectores, en clave de humor, las tragedias del cotidiano en el devenir del país. Con ese estilo cultivado en su columna de prensa, cuenta la historia del robo de una escultura de Calder que forma parte del patrimonio de la Universidad Central de Venezuela. Esta situación dispara en la protagonista un (nada voluntario) viaje a su época de estudiante universitaria, durante los ochenta. La reunión de su grupo de entonces va reconstruyendo, con no siempre deseable nitidez, fragmentos olvidados de ese período de su vida.
Esta situación le permite contrastar los sueños de los 20 años con lo alcanzado en los 40, incluidos matrimonios, hijos, pragmatismo y una previsible lasitud espiritual reñida con idealismo alguno: la mentada madurez. Permite, a su vez, constatar que los sueños de los veinte años no vuelven sin cierto aire deshilachado. Los personajes de la historia no sólo constatan que la realidad ha perdido el fulgor de los sueños, sino que, potenciado por la tempestad que se cernió sobre la situación sociopolítica del país, ven propicia la reflexión en torno al irse o quedarse, lo que convierte a El móvil del delito en la posible iniciadora de una tradición de novelas sobre un tema que ha sido ajeno a la idiosincrasia del venezolano de los últimos cuarenta años: la emigración y el exilio voluntario.
Dentro del código simbólico de la novela (la cual se vale de personajes que podrían considerarse estereotipados aunque eficaces en sus discursos), el móvil de Calder pasa a ser, no la identidad de un recinto como la UCV, ni el emblema de una época en la que se creyó que tropezaríamos con la modernidad a la vuelta de la esquina; simboliza algo que tiene menos de argumento cultural y mucho más de fatalidad íntima, menos de misteriosa grandilocuencia y más de desencanto personal: el precario equilibrio en que el tiempo se mueve a través de la vida de los personajes.
El fatídico 11 de septiembre de 2001, el cataclismo criollo que no promete redención sino venganza, las consecuencias de vivir en un mundo menos optimista, tienen presencia en el desarrollo de la historia, evadiendo, contrario a lo que muchos esperarían, el discurso Plaza Altamira, para ofrecer un repaso de la autora sobre los tiempos que le tocó vivir.
La franqueza, el estilo ágil y carente de pretensiones, la historia contada con la fluidez de la narración oral (incluso cuando el riesgo sea la presencia, en algunos pasajes, de los temidos lugares comunes), a tono con el cual ha contado sus tribulaciones cotidianas en su columna de prensa, conforman un apreciable punto de partida para ese bautizo de fuego que supone la primera novela, en un país que comienza a tener una dura competencia por el interés de los lectores. Si ese era uno de los móviles de Adriana, se puede afirmar que lo logró.
El móvil del delito (Ediciones B, 2006), de Adriana Villanueva.
59 lecturas