El hombre construye ciudades para poder tener historia. La capacidad de generar artificios y la de fijar su historia, son dos de sus rasgos distintivos. Y aunque las edificaciones son los referentes de cada época, no sólo revelan momentos de la Historia. Guardan, además, su huella, sus impulsos vitales. Esa idea no deja de dar vueltas en De prófugos y fantasmas (Random House Mondadori, 2005), de Héctor Concari.
De una cárcel, ubicada en una ciudad con vista al mar, se fuga un grupo de guerrilleros. En el ajedrez del poder se juega su destino. El fin parecía acercarse para el viejo edificio. Arnaldo Kipling, alto funcionario del gobierno de turno, logra remozar la antigua cárcel para convertirla en un hotel de lujo. Los vecinos reciben la noticia con alborozo, “como si una batalla de años hubiera sido ganada y el armisticio firmado”. Pero así como una muestra de sangre nos cuenta acerca del estado de la sangre toda, un edificio nos puede contar acerca del estado de salud de todo un país. Eso lo aprenderá, aunque tarde, ese inescrupuloso funcionario que descubriría, además, que la línea trazada por la codicia alcanza su punto de llegada sólo en la propia destrucción.
De prófugos y fantasmas aparenta ser, en sus primeros capítulos, una sólida ficción de intriga política. Una historia de zancadillas y ambiciones, elementos típicos de ese espinoso camino hacia la dominación del prójimo. Pero a medida que se avanza en la historia, la vista se va abriendo paso, como cuando se camina en un bosque hasta ver con claridad el paisaje que quedaba oculto. En esa supuesta ficción, una ciudad, un país, que nunca se nombran, comienzan a mostrarse en las pistas de un Caribe, de un ámbito. Por omisión, una certeza comienza a tomar forma en la trama: nos encontramos leyendo, en la historia de la cárcel devenida en hotel, la historia contemporánea del país.
Y así como en Historia de Mayta, de Mario Vargas Llosa, en el que se dibuja un Perú apocalíptico, una Lima escenario del último laboratorio de la Guerra Fría; de igual manera, en De prófugos y fantasmas, Concari sigue el trazado de esa línea para especular hasta dónde podría llegar la miopía de los gobernantes, que pretenden convertir al país en un apéndice de su propia historia.
La cárcel sin nombre de Concari es una metáfora de la llaga social maquillada. Por olvidar los pequeños problemas, por pretender asfixiarlos con la indiferencia, aparecen robustecidos, como virus, sólo que a escalas monumentales. “Un problema que los años agigantarían inverosímilmente, pero entonces no podía saber que la historia del país pasaría por la del hotel”, afirma uno de los personajes centrales de la trama. Y así como los venezolanos aprendimos dolorosamente que la naturaleza siempre vuelve por sus espacios, el pasado también vuelve. “Más bien parecía que los fantasmas volvían a recobrar lo que era de ellos, y nos enseñaban la salida, casi con cortesía, como se expulsa a un huésped que no puede pagar la cuenta”, completa en otra ocasión.
En su poema “para una versión del I King”, Jorge Luis Borges afirmó que “el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer”. Héctor Concari, un autor desconocido que supo aprovechar su condición de autor novel, para superar las posibles expectativas del lector, parece coincidir con esta sentencia, a lo largo de las 257 páginas de su consistente historia de viejos fantasmas que no olvidaron el camino a casa.
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De prófugos y fantasmas (Random House Mondadori, 2005), de Héctor Concari.
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