La literatura urgente, aquella que busca nombrar al mundo como se percibe en primera instancia, suele tener como premisa registrar aquella realidad que, de tan insoportable, se debe volcar en palabras con la esperanza de desasirse de ella.
Pero el tiempo, que todo lo macera, va produciendo, con la misma materia, unos registros más inasibles, más interesados en abrir espacios que permitan amoldar lo narrado a las casi infinitas posibilidades de percepción y de expresión de esas realidades por parte de los lectores. En componer universos que exploren esas mismas realidades desde claves más simbólicas, conscientes de que toda aseveración, toda precisión, va errando en su capacidad de contar lo inexpresable.
Esto es lo primero que me viene a la mente luego de la grata lectura de Finisterre, novela del narrador venezolano Jesús Miguel Soto, uan aventura literaria lo suficientemente amplia para leerse como una reflexión acerca de cualquier atmósfera opresiva, pero lo suficientemente precisa para que los venezolanos establezcamos un diálogo sutil con la realidad con la que hemos debido lidiar los últimos veinticinco años.
Finisterre es, a un tiempo, un relato fantástico y un falso ensayo/documental. O quizá una inteligente mezcla de ambos (después de todo, así de distópica, surrealista, cruda e infernal es nuestra realidad social). El Vladik donde se sucede la historia puede ser El Darién o también las minas del sur, donde la esclavitud y la salvaje arbitrariedad del más fuerte se imponen como única ley. Pero también puede ser un espacio mental. Una representación de cómo opera, al margen de lo geográfico, el terror sistemático contra una población, que termina encarcelándose así misma y vigilando (y hasta dudando de) sus propios pensamientos.
Las perplejidades, disertaciones y variaciones con las posibilidades de la realidad que construyen sus páginas, nos hace intuir una deuda (confesa o no) con el gran Borges, quien legó a sus lectores unas representaciones del mundo exterior desde el sereno deleite de las posibilidades del lenguaje para llenarlo de interconexiones que hace creer en todo lo afirmado a la vez que nos persiga la duda acerca de la trampa en que podemos estar cayendo.
La lectura de Finisterre ha sido una inesperada sorpresa que me hace pensar en que ahora es cuando nuestra realidad ofrecerá arcilla para la obra literaria, para seguir mostrándola en capas que ocupen nuevos rincones de la percepción, amasándola para convertirla en materia estética, para llevarla a un espacio donde podamos reflexionarla un poco a salvo del lacerante dolor de lo urgente.
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Finisterre (miliapassuum, 2024); de Jesús Miguel Soto